lunes, 16 de marzo de 2015

La chica con un tatuaje de Kandinsky

1
Era cerca del mediodía y el sol dolía en la piel. Adentro de la camioneta apenas se podía respirar y todo, absolutamente todo, estaba recalentado. El sudor me brotaba de manera incontrolable y el aire que podía entrar por la ventanilla estaba condicionado a la mínima velocidad con la que debía circular por ese camino de piedras filosas y tierra rojiza.
Había salido bien temprano en la mañana para evitar el calor. El mapa dibujado en una hoja de libreta, ahora que supuestamente estaba en las cercanías del lugar donde iba, no me servía para una mierda. No sabía en qué parte me había equivocado o qué parte había omitido dibujar el baqueano que me había dicho que era muy fácil llegar al lugar. La estancia “El Cobijo”. Él simplemente había dibujado unas líneas, todas rectas y escrito unos números. Supuestamente de kilómetros o rutas.
La realidad era otra.
No existía ni un miserable mojón y había omitido aclararme que el camino se iba dividiendo en mil partes y ya no tenía ni puta idea en cuál de ellas me había desviado. A mi alrededor solo campo y alguna vaca perdida buscando sombra; o algún charco donde refrescarse.
De vez en cuando a la distancia, se veía venir una columna de humo. Como si fuera un incendio que se acercaba dispuesto a terminar de abrasarte con su calor. Eran camiones. Camiones inmensos cargados con troncos, que levantaban la polvareda que se metía por todos los recovecos y aun después de un rato, la nube permanecía flotando. Suspendida en el aire. Dificultando la visión y el respirar.
A lo lejos y a la izquierda del camino, una edificación baja y oscura apareció entre los estertores del polvo. Me detuve.
“La Rocola” “Bebidas frías” “La música comienza cuando usted llega”. Decía el cartel escrito con tizas de distintos colores. En su puerta habían construido con palos y tela sombra un toldo que llegaba al piso para impedir la entrada de la tierra al lugar. Estaba absolutamente cubierto de ese polvo rojizo, aladrillado. No quise pensar en que sucedería con eso si comenzaba a llover.
Una cerveza helada y alguien que me explique cómo llegar a mi destino. ¿Qué más podía pedir?
Sin dudarlo, seguí la huella del piso y me estacioné en la parte de atrás y entré.

2
Le costó a mis ojos adaptarse a la oscuridad que había adentro. Las paredes eran de bloques y solo había una que alguien había intentado revocar con muy poco éxito. O talento. Sobre ella, como elementos de decoración, unas ornamentas, creo que de vaca, discutían con un par de almanaques que tenían fotos de paisajes sobre cuál de ellos quedaban más horribles. En el borde y casi pegada a la barra, una puerta de chapa pintada de verde cotorra, sostenía con la ayuda de una cinta engomada un trozo de cartón que decía “baño”. Tres ventanas casi tapiadas que apenas dejaban pasar un poco de luz y un mostrador rescatado de algún otro bar que seguramente fue demolido, o se derrumbó, jugaba a ser la barra. Cinco o seis taburetes, que eran lo único nuevo que pude distinguir, esperaban a algún cliente. Me senté en el del medio y saludé.


(https://www.youtube.com/watch?v=enmmGPQiKCU)

Me contestó el “gric-grac” que emitía el ventilador del techo. Lento, cansino, que solo movía un poco el aire caliente de aquí para allá.
Miré hacia el otro lado. Algunas mesas estaban repartidas en el escaso lugar que había en “La Rocola” sí, así. Sin “k”. A pesar de la penumbra se distinguía alrededor de algunas  las espaldas de algunas personas. Todas parecían adorar al otro ventilador. Uno moderno que giraba repartiendo frescor democráticamente. Al fin, uno se levantó y se dirigió hacia donde yo estaba.
Saludó con un gruñido y me preguntó qué quería tomar.
—Cerveza— contesté mientras sacaba mi paquete de cigarrillos. Como no me dijo que no se permitía fumar, encendí uno.
La dejó adelante mío y me preguntó casi como queriendo que le dijera que no:
—¿Quiere escuchar música?
Tal vez debería haberle contestado que no, pero me sorprendió que el cartel de afuera dijera la verdad.
—Sí, me encantaría.
Estaba seguro que iba a encender algún aparato. Mirando el lugar, hasta pensé que haría funcionar algún viejo reproductor de cassettes. Me equivoqué.
—¡Vamos, a trabajar!— gritó golpeando la barra con el abridor de la cerveza.
Los que adoraban al viento se fueron levantando de a poco. Primero fueron dos que tomaron sus instrumentos que estaban tirados sobre un pequeño tinglado y empezaron con una melodía. Luego, de uno en uno se fueron sumando. Parecían ser muy buenos. 
Solo quedaba uno despatarrado sobre su silla.
No me había dado cuenta que era una chica hasta que se levantó. Usaba una pollera de esas que son anchas y cortas, parecidas a los uniformes de liceo. Botas estilo vaquero, que en su esplendor fueron blancas y una blusa que le dejaba al descubierto la espalda. Un tatuaje que parecía una reproducción de un Kandinsky o de un Miró comenzaba en su omóplato y le envolvía el brazo.
Mientras la banda se iba sumando y tocaba la introducción de un blues que no era, ella con total tranquilidad se pintaba los labios mirándose en un espejo de mano. Su cara recortada en el vidrio, me miraba de vez en cuando. Lo bajó un poco y en su boca se dibujó un “Kandinsky” pronunciado con lentitud, como para que se entienda.
Le dio el último trago a lo que quedaba en la botella de cerveza y con lentitud, como no queriendo acalorarse, se dirigió hacia sus compañeros llegando en el momento exacto en que debía empezar a cantar.
Era flaca. Huesuda. Tenía la nariz y la boca grandes y el pelo muy negro y corto. No distinguía el color de sus ojos, pero en ellos había algo que provocaba mirarlos.
No sé si fue por el calor. No sé si fue por la abstinencia con la que me estaba auto castigando por haber sido un idiota. No sé si fue la música o su voz. Pero cuando la vi agarrar el micrófono y dirigirlo hacia su boca tuve una erección instantánea.

Me había costado entenderlo. Aceptarlo. Pero también había aprendido a reconocer a las mujeres que no les gusta esperar. A las atrevidas. Ella era de las que cuando querían algo, te lo hacía saber.
Eso decía su mirada fija en mí mientras cantaba. Mientra decía la canción. La manera en que movía sus manos. Su cuerpo. Todo en ella me calentaba. Su voz, su cuerpo delgado sobre el que me imaginaba lamiéndole el sudor. Ser su micrófono…
No tenía dudas. Estaba más que dispuesto a convertirme en su mascota. Aunque fuera por un rato.
Pedí dos cervezas. Al terminar la canción la miré y solo le señalé la otra botella.







¡No se pierdan la siguiente entrega de esta historia apasionante! 
¡El mismo día, a la misma hora, por este mismo blog!

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