martes, 10 de marzo de 2015

Cuentos de Calma Chicha, presenta: La última, más larga y más tonta historia de esta serie

1
Cuando conduje mi auto hasta la vieja escollera, unos albatros que sobrevolaban la estela de un paquebote, llamaron mi atención. El capitán, que extrañamente vestía un esmoquin, tenía el pelo cuidadosamente peinado con gomina. Estaba parado en la cubierta de popa y su vista recorría cuidadosamente la espuma que abría como un telón la superficie. Al desviar la mirada, nuestros ojos se encontraron y su brazo comenzó a señalar un sitio alejado de su escenario. De su teatro. De pronto se quitó de entre los dientes una pipa con forma de piernas de mujer y pude ver como en sus labios se dibujaban palabras como si fueran parte de una vieja canción, que aun sin oírla, me quedó grabada y que claramente cantaba para mí.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…

Sabía que se lugar no tenía nada de especial. Solo recuerdos inventados de cosas que no sucedieron. Ni sucederían. Allí no iban a explotar burbujas de colores. Ni iba a pasar nada diferente. No. Solo era un sitio cercano a la playa donde estaba enclavado el viejo faro. Descascarado. Casi senil, pero con su luz brillando a pleno. Nada más. Sin embargo, era eso lo que esperaba para decidirme.
Una señal.
Entre al auto y abrí las ventanillas, respiré profundo y sin dudarlo, aceleré.
Al máximo.
Fue un recorrido breve pero vertiginoso. Un recorrido sin vuelta atrás. Una manera distinta de quemar las naves.
La última mirada fugaz al cielo, el aire golpeándome la cara y el vehículo que se clava elegante como una tonina que busca la profundidad para tomar impulso y volver a salir. Pero sin salir.
En busca de los verdes azulados. De los azules verdosos.

2
Seguramente todos creen que me suicidé. Tal vez alguien piense que fue un accidente. Todos se equivocan.
Solo estoy buscando.
La fuerza del agua muy pronto me arrancó del coche y a mi alrededor comenzó a nadar un coy-koi mezclándose entre las pocas burbujas que aún salían quién sabe de qué partes del auto. Era uno. Solo uno, de un rojo anaranjado intenso y cola frondosa. Me miraba fijamente con sus ojos rasgados y enormes. Abría y cerraba su boca como queriendo hablarme.
No lo escuchaba.
No lo entendía.
Miré hacia abajo. Estaba oscuro y el agua era cada vez más fría. De la penumbra del fondo al que ya estaba llegando, dos siluetas se acercaban nadando con la misma mansedumbre que las últimas gotas de aire abandonaban mi cuerpo. Eran dos quelonios y traían algo entre las manos. Una escafandra de un bronce tan bruñido, que encandilaba.
Con movimientos dignos de una bailarina, la colocaron en mi cabeza. El aire que entró en mis pulmones como una bendición, fue apagando el fuego que me quemaba el pecho.
Luego supe sus nombres. Esther y Williams.

Todavía puedo ver el sol en tu sonrisa.
Se filtra entre las nubes que te siguen
mientras das un paseo por tu mundo alado.
Acariciando sueños.
Mirando flores.


3
Después de mucho tiempo viviendo entre crustáceos y peces, me había acostumbrado a caminar de costado y a respirar formando una “O” con los labios. Con la escafandra veía todo por unas ventanas redondas y pequeñas y mi mundo estaba reducido a lo que allí aparecía. Era bastante parecido a lo que se había convertido mi vida en la superficie. Sabía que no estaba conectada a nada. Que no era por ella que podía respirar.
Me la saqué.
Con miedo. Pero me la saqué.
También corté la soga atada a mi cintura. Esa que no me permitía extraviarme. Ni alejarme. La que me mantenía seguro. En lo que a algunos les gusta decir “zona de confort”.
Me sentí ingrávido, mi cuerpo se elevó del suelo y me costó controlarlo. Al fin aprendí a hacerlo. Al principio muchas dudas y temores aparecieron. No me sentía seguro sin la protección que me daba ese vidrio frente a mis ojos. Sin la cuerda. Pero al fin pude volar.
Volar bajo el agua.
Los peces que antes se ocultaban tras las rocas cuando me veían, ahora nadaban sin siquiera mirarme, como si fuera uno más. Tal vez me había mimetizado con el entorno y tuviera aletas o agallas. No sé. No encontré ningún espejo que reflejara mi nueva imagen.
Seguramente haya sido por mi pronta amistad con el coy-koi, que era amigo de todas las tribus de seres submarinos que habitaban en los alrededores que me habían aceptado. Ese pez que no se aburría de hablarme, de decirme que debía acompañarlo en su travesía. En su búsqueda que también podría ser la mía.
Lo era.
Un perdedor verdadero es alguien que no tiene nada que perder.
Accedí.

4
Solo soy humo que se filtra entre tus dedos.
Entre tu pelo mojado.
El que quiere entrar
en cada respiración que des.
Y que exhales.


5
Una mañana de un día cualquiera, nos fuimos. No hicieron falta planes. Los planes siempre traen con ellos excusas. La mayoría, tontas que los posponen, que los anulan. Dejamos atrás ese lugar de cobijo y partimos sin saber muy bien adónde.
Sin rumbo fijo. A la deriva.
Por varios días fuimos casi pegados al suelo arenoso y poco profundo que está cercano a la costa. El agua comenzó a ser más fría y a oscurecer más pronto, pero no importaba.
Escalamos el monte de las botellas. Todas tenían mensajes en su interior. Pedidos desesperados escritos con la tinta amarga de las lágrimas. Papeles arrugados y descoloridos cubiertos con letra vacilante.
De sus corchos crecían flores. Algunas eran pequeñas y parecían mustias, otras, se perdían en su camino a la superficie formando una nube de pétalos que peleaban por ver la luz.
Después de unos días de nadar sin contratiempos, llegamos a un sitio donde el agua era más clara. Más luminosa. Se podía escuchar una melodía murmurada, similar al Coro a bocca chiusa.
Pronto vimos a las sirenas.
Parecían ángeles sin alas deslizándose por un cielo hundido, sin nubes ni barcos. Nadaban como en una coreografía y mientras lo hacían, se peinaban unas a otras llenando el cielo marino con los colores inimaginables que salían de su pelo.

6
La busqué en la ciudad
manejando un taxi con forma de libro.
La busqué en el cielo,
esperando encontrarla entre los diamantes de la noche.
Hurgué la superficie del océano
siguiendo la luz de los faros
Ella bajo el agua sin amarme.

La luz jugaba entre sus colas. Las transparentaba. A través de su extremidad escamosa se advertían piernas. Solo había que mirar con atención. Eran mujeres disfrazadas de ilusión. De pasiones locas y libidinosas. Se vestían con sus colas verde esperanza para nadar por los mares más profundos de la imaginación, llevando una carga invisible sobre sus hombros desnudos y delicados. Sin preguntarse el por qué. Solo cantando las más increíbles melodías que atrajeran, de una vez, a su marino de alma errante.
Una de ellas llevaba un vendaje de algas alrededor de su cabeza y de vez en cuando, una gotita de sangre emergía deformándose en su camino a la superficie. Nadaba con cautela, pegada al fondo. Aún con miedo de volver a encontrarse con su desencanto.
La melodía nos envolvía, nos acariciaba los sentidos. Tanto, que casi me hace olvidar la mía, la que cantaba el capitán. La que canto yo.

7
Soy el humo que envuelve tu cuerpo desnudo,
Que se mete en cada recoveco
Que no deja nada sin besar
Sin acariciar
La sensación inexplicable
que te abarca sin poder verme

8
Allí pasamos la noche. Al cobijo de una caracola salvada de una sudestada.
Esa noche tuve sueños llenos de lujuria, de pasión no correspondida.
Imágenes ciegas de un amor que se empeñaba en desvanecerse a la hora del encuentro. Me desperté sobresaltado. Sudando. Nos fuimos.

9
Todavía estaba oscuro cuando llegamos a un sitio que los lugareños nombraban con cierto miedo. Lo llamaban Los Muros y, cuando reaccionamos, ya estábamos allí. No sabíamos por dónde habíamos entrado. Ni cómo salir. Estábamos atrapados.
Apenas superábamos uno, aparecía otro más grande y alto. Parecían de piedra dura y maciza y tenían forma de coraza. Allí el agua estaba turbia. Y más fría.
Tal vez si en alguna parte alguien confiara, pero de verdad, se abriera una brecha por donde pasar. Dijo el coy-koi, que parecía saber de lo que hablaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero fue largo y desagradable ese esperar algo que parece nunca llegar.
Al fin, un crujido semejante a un suspiro, produjo un hoyo angosto y estrecho por el que apenas pudimos pasar. Inmediatamente, se cerró con el sonido de un portazo.

10
Solo humo que espera la explosión entre tus muslos apretados
Solo soy humo
Vapor.
Consecuencia de algo que quema
Que arde
Después de eso, nada nos pareció ni tan grave ni tan difícil.
Superamos el mar de lágrimas que amenazaba con subirnos a la superficie, empujados por la fuerza de las gotas saladas y espesas que brotaban del fondo y que inexplicablemente subían en vez de caer.
Nadamos detrás del olor que despedía un submarino descolorido, pero lleno de personas que cantaban alegres en su interior y que su sola proximidad nos hizo felices.
Esquivamos las almenas de una ciudad sumergida y una ballena canosa nos llevó en su lomo. Bailamos con delfines y admiramos un cielo acuático brillando con una nube de estrellas de mar.

11
Cada tarde al caer el sol, cuando las sombras comienzan a jugar a la escondida y el ajetreo del día pasaba a ser una anécdota, buscaba un lugar solitario donde poder pensar, asegurarme que estaba haciendo lo correcto. Extrañaba mi armónica y temía buscarla en los bolsillos. No solo me daba miedo no tenerlos. Me asustaba pensar que tampoco tenía manos, ni brazos, ni labios por los que soplar alguna melodía que acompañara a las palabras del capitán.
Los días parecían cada vez más largos y tediosos y en cada ladera, en cada abismo, creíamos haber encontrado el río. Ese con la catarata que se pierde en el mar y que debíamos trepar.
Varias veces estuvimos a punto de renunciar y todas decidimos continuar. Llegar y salir de dudas. Poder mirarnos a los ojos y decir que lo intentamos. Que nada nos acobardó.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…

12
De pronto, cuando la noche comenzaba a adueñarse de nosotros, a lo lejos vimos brillar el agua en tonos dorados, casi incandescentes. Una fila interminable de cofres repletos de monedas señalaba el camino hacia el lugar. Estaba en una hondonada que solo era visible cuando llegamos casi a su borde.
Desde arriba, la vista era increíble. Era un valle inmenso cubierto de riquezas. No solo había cofres. Jarrones, cajas, frascos y lavabos. Bañeras y hasta algunos autos a los que se les había sacado el techo. Todo servía para contener aquella fortuna.
Las monedas caían desde unos tubos semejantes al órgano de una iglesia, pero mucho más gruesos y puestos al revés. El torrente metálico, al caer, formaba una montaña que crecía sin parar. Allí había monedas de todas partes del mundo y de todas las épocas. Su brillo cegaba y el sonido del metal golpeando contra sí mismo, era semejante al rugido de una locomotora.
Una legión de pulpos uniformados, se dedicaba a ordenarlas y distribuirlas.
Una figura humana resaltaba en el lugar. Estaba sentado en un sillón de oro con incrustaciones de piedras preciosas en una elevación del terreno desde donde dominaba todo el panorama. Su ropa semejaba la de un pirata. Pero el pirata más rico y de más exquisito gusto del mundo. Tenía barba amarilla y larga, tanto que la había divido en dos trenzas que semejaban los cordones del uniforme de algún general y el brillo de la seda de su vestido, competía con la allí reinante.
Tenía las piernas cruzadas y el lustre del cuero de sus botas, encandilaba. Tamborileaba con los dedos en el brazo del sillón. Tal vez por ansiedad o solo siguiendo el ritmo de alguna canción tarareada en silencio. El ala del sombrero le cubría la cara y si no fuera por el movimiento de sus dedos, daba la impresión de estar dormido.
A su alrededor, algunos cofres cerrados parecían formar una guardia que lo protegía.
—Yo protejo estos cofres. No ellos a mí— dijo de pronto, adivinando mis pensamientos— Son los deseos de otras personas, no podría tocarlos porque son hechos desde el fondo del corazón. Solo piden amor. Trabajo. Sanación.
Aquí hay esperanza. Ilusiones tiradas hacia atrás para no ver donde caen, para no saber qué ángel recoge la moneda al vuelo. Los protejo hasta que se cumplan. O no. Quién sabe… Ese ya no es mi problema. A todos los demás, los egoístas, los mezquinos, solo los clasifico por su valor. Son los que uso para digamos… “mis gastos”.
—¿Alguno de sus deseos están aquí? ¿En qué parte…?— preguntó elevando un poco el ala del sombrero para mirarnos con sus ojos húmedos.
Seguro que allí no estaban. Llevaba mis sueños en un lugar seguro muy cerca de mi corazón. Jamás había pensado en tirarlos y sentarme a esperar.
Seguimos nuestro camino iluminados por el brillo de tantas esperanzas perdidas. De tan pocas ganadas.

13
Una mañana, el agua empezó a enturbiarse y a hacernos más difícil el avance. Continuamos esperanzados. Al fin, una zona de rocas rojizas donde el agua mansa parecía abrirse para dar paso a la furia que venía del cielo, nos indicó que habíamos llegado. Los remolinos que se formaban amenazaban con arrastrarnos.
Alejarnos quién sabe dónde.

14
Esperando al viento que es sabio
A que me lleve
muy lejos, sin rumbo
O haga encender la hoguera

15
Allí estaba. Ya no importaba todo lo que habíamos dejado atrás.
O sí. Siempre importaba.
Pero allí estaba el sitio por el que, aún sin saberlo, habíamos peleado y sufrido. Añorado. Tal vez y sin saberlo, toda nuestra vida.

En este lugar no importa
en qué posición estés
Si tu cabeza está abajo
o arriba están los pies…


Solo nos quedaba el último esfuerzo. Tomar el último riesgo, ese que todos los perseguidores de sueños, algún día dan.



Gracias por esas tres palabras. Resumen toda la historia.



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