jueves, 19 de marzo de 2015

La chica con un tatuaje de Kandinsky 2

3
Un cosquilleo persistente en la mejilla me fue despertando de a poco. Entre sueños, pensaba que podía ser un mosquito que desayunaba en mi cara. Traté de alejarlo con la mano para seguir durmiendo, pero seguía allí. Ahora paseándose  por la comisura de mis labios.
Abrí los ojos y la luz que entraba por la ventana terminó de acentuarme el dolor de cabeza. Parecía la luz del amanecer. También podría ser que llegaba la noche. Ni siquiera tenía una  puta idea de qué día era.
Traté de incorporarme pero unas piernas casi enrolladas a mi cuello, me lo impedían.
Los mosquitos eran los vellos de la vagina de Amarilla. Me había dormido entre sus muslos.
No recordaba si estaba allí por un polvo inconcluso o simplemente había caído exhausto después de la jornada agotadora que tuvimos. Lo cierto es que estábamos sobre el sillón, la tele prendida pero silenciosa y una botella vacía de vodka descansaba en el suelo. Todavía quedaba en el ambiente el perfume de algún porro.
Me pasé la mano por la cara y por el pecho. Mis pelos todavía estaban húmedos y pegajosos. Pasé un dedo por entre sus labios aun sabiendo que ella también estaba mojada. Era demasiada tentación tenerla allí y no tocarla. Explorarla. Giré un poco la cabeza para ver mejor e inmediatamente mi verga se endureció. Comencé a lamerla y pensé en penetrarla así, dormida. Me contuve. Prefería esperar y hacerlo con todos nuestros sentidos alerta. Pero antes, debía hacer algo con el puto dolor que me taladraba la cabeza.
Fui a la heladera y saqué dos cubeteras de hielo. Las tiré en la pileta, la llené con agua y hundí mi cráneo en esa piscina helada.
Al principio el frío me hizo estremecer, pero pronto empecé a sentir como mi piel se iba anestesiando y la aguja que me atravesaba el cerebro, iba saliendo.
Bajo el agua, mis oídos se dejaron llevar por el sonido semejante al que hace el oleaje y sin saber cómo, me encontré nadando en un mar de color verdoso donde unos rayos de luz que venían de la superficie hacían dibujos sobre nuestras manos. A lo lejos, escuchaba una voz que me preguntaba donde estaba. Que por qué me había ido.
Estás acá, dijo otra voz mientras sentía que alguien tocaba mi hombro.
Levanté la cabeza. Era Amarilla la que hablaba y yo el que todavía estaba caminando por la orilla de la playa. Se había recostado a la puerta del baño y me miraba con una sonrisa tan grande como su boca. Tenía puesta una camiseta con un dibujo del ratón Mickey que no llegaba a cubrirla toda.

Se sentó a mear y mientras lo hacía, comenzó a jugar con mi miembro que a los pocos momentos, terminó en su boca.


4
El calor era el mismo, solo que unas nubes gruesas y grises cubrían el sol y ya no era tan sofocante.
El camino era el mismo. Las mismas piedras que me retrasaban y el polvo de ladrillo que ahogaba. Pero ahora, sabía hacia donde iba.
Mientras manejaba y escuchaba el golpeteo de las ruedas contra el suelo, pensaba en lo frágil de todo. Una cuerda gruesa puede en su otro extremo ser solo un hilo. Delgado, débil. Un hilo incapaz de sostener algo.
Amarilla había sido el juez que me conmutó la pena. La que me demostró que estaba vivo. Qué las heridas frescas duelen y permanecen como tatuajes invisibles, como marcas atemporales que sin importar si son de una obra de arte o una simple palabra, atraviesan la carne y muestran su verdadero significado en nuestro interior.
Tal vez yo había sido lo mismo para ella. Tal vez esos dos días en que permanecimos encerrados en su cuarto hayan sido un renacer.

Un intento de aceptar que hay preguntas que jamás serán respondidas.







No hay comentarios:

Publicar un comentario