3
Un cosquilleo persistente
en la mejilla me fue despertando de a poco. Entre sueños, pensaba que podía ser
un mosquito que desayunaba en mi cara. Traté de alejarlo con la mano para
seguir durmiendo, pero seguía allí. Ahora paseándose por la comisura de mis labios.
Abrí los ojos y la luz
que entraba por la ventana terminó de acentuarme el dolor de cabeza. Parecía la
luz del amanecer. También podría ser que llegaba la noche. Ni siquiera tenía
una puta idea de qué día era.
Traté de incorporarme
pero unas piernas casi enrolladas a mi cuello, me lo impedían.
Los mosquitos eran los
vellos de la vagina de Amarilla. Me había dormido entre sus muslos.
No recordaba si estaba
allí por un polvo inconcluso o simplemente había caído exhausto después de la
jornada agotadora que tuvimos. Lo cierto es que estábamos sobre el sillón, la
tele prendida pero silenciosa y una botella vacía de vodka descansaba en el
suelo. Todavía quedaba en el ambiente el perfume de algún porro.
Me pasé la mano por la
cara y por el pecho. Mis pelos todavía estaban húmedos y pegajosos. Pasé un
dedo por entre sus labios aun sabiendo que ella también estaba mojada. Era
demasiada tentación tenerla allí y no tocarla. Explorarla. Giré un poco la
cabeza para ver mejor e inmediatamente mi verga se endureció. Comencé a lamerla
y pensé en penetrarla así, dormida. Me contuve. Prefería esperar y hacerlo con
todos nuestros sentidos alerta. Pero antes, debía hacer algo con el puto dolor
que me taladraba la cabeza.
Fui a la heladera y saqué
dos cubeteras de hielo. Las tiré en la pileta, la llené con agua y hundí mi
cráneo en esa piscina helada.
Al principio el frío me
hizo estremecer, pero pronto empecé a sentir como mi piel se iba anestesiando y
la aguja que me atravesaba el cerebro, iba saliendo.
Bajo el agua, mis oídos
se dejaron llevar por el sonido semejante al que hace el oleaje y sin saber
cómo, me encontré nadando en un mar de color verdoso donde unos rayos de luz
que venían de la superficie hacían dibujos sobre nuestras manos. A lo lejos,
escuchaba una voz que me preguntaba donde estaba. Que por qué me había ido.
Estás acá, dijo otra voz
mientras sentía que alguien tocaba mi hombro.
Levanté la cabeza. Era
Amarilla la que hablaba y yo el que todavía estaba caminando por la orilla de
la playa. Se había recostado a la puerta del baño y me miraba con una sonrisa
tan grande como su boca. Tenía puesta una camiseta con un dibujo del ratón
Mickey que no llegaba a cubrirla toda.
Se sentó a mear y
mientras lo hacía, comenzó a jugar con mi miembro que a los pocos momentos,
terminó en su boca.
4
El calor era el mismo,
solo que unas nubes gruesas y grises cubrían el sol y ya no era tan sofocante.
El camino era el mismo.
Las mismas piedras que me retrasaban y el polvo de ladrillo que ahogaba. Pero
ahora, sabía hacia donde iba.
Mientras manejaba y
escuchaba el golpeteo de las ruedas contra el suelo, pensaba en lo frágil de
todo. Una cuerda gruesa puede en su otro extremo ser solo un hilo. Delgado,
débil. Un hilo incapaz de sostener algo.
Amarilla había sido el
juez que me conmutó la pena. La que me demostró que estaba vivo. Qué las
heridas frescas duelen y permanecen como tatuajes invisibles, como marcas
atemporales que sin importar si son de una obra de arte o una simple palabra,
atraviesan la carne y muestran su verdadero significado en nuestro interior.
Tal vez yo había sido lo
mismo para ella. Tal vez esos dos días en que permanecimos encerrados en su
cuarto hayan sido un renacer.
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