1
Hacía ya tiempo, mucho tiempo, que había dejado la bebida, la timba
y las putas. Recuerdo claramente la noche en que aquello me sucedió.
El bar de Claudio era el peor tugurio de la zona portuaria. Las mujeres
que trabajaban allí eran feas y malhumoradas, pero muy baratas. El whisky
estaba adulterado y casi todas las noches terminaban en trifulca con algunos
marineros a los que Claudio o alguna de las chicas, les cobraban de más. En el
fondo funcionaba un garito protegido por el hedor que salía del baño. Lo
conocíamos como El Prepucio del Diablo y muy pocos tenían el coraje de
acercarse allí.
Venía en una buena racha en la mesa de póker, hasta que a uno de los
perdedores se le ocurrió contar los ases y culparme de que hubiera cinco.
Apenas pude salir con algún billete que pude manotear y unas cuantas patadas en
el culo.
Compré una botella de alcohol y busqué un hotel alejado de mi casa donde
pasar la noche.
La habitación no era más grande que una tumba y olía casi igual. Me
acosté vestido para no indigestar a las pulgas y empecé a tomar. Iba a prender
un cigarrillo cuando el encendedor falló. Una y otra vez hice girar la rueda
inútilmente. Mi única esperanza estaba en el cajón de la mesita de noche.
Mugre, un condón prehistórico y una biblia con la cubierta agujereada. Ni un
puto fósforo.
El hoyo de la biblia, llamó mi atención. Alguien había dibujado un
triángulo a su alrededor. Sonreí. El ojo de Dios mirando a su interior. Era un
balazo que atravesaba el libro en diagonal. Lo abrí y comencé a leer alrededor
de lo que la bala había intentado matar.
La mañana me encontró con el cigarrillo apagado aun colgando de mis
labios y la biblia en las manos.
2
—Este libro cambió mi vida— anuncié a los feligreses de aquella iglesia
humilde, hecha con bloques y madera, perdida en el medio del campo, elevándolo
para que lo vieran— Por él me convertí en cura. En él está la verdad, pero
también la mentira. Sí, hay muchas mentiras aquí y hoy les voy a hablar de
algunas de ellas.
Por ejemplo, no es cierto que no se pueda fumar en un templo. Miren— les
dije prendiendo un cigarrillo— Tampoco es cierto que un cura no se pueda
emborrachar mientras le da el sermón a una congregación que conoce bien— apoyé
la botella cerca del cáliz— Y yo, los conozco muy bien.
Sobre todo, luego de escuchar sus confesiones…
Es mentira que el simple hecho de confesar un pecado implique el perdón.
Tal vez podría serlo si no se repite. Si hay un arrepentimiento. No lo sé.
Nadie lo sabe…
Ustedes creen que por estar aquí cada domingo, rezar un poco y tomar la
comunión, ya está, son libres de cometer los mismos pecados como si lo anterior
se hubiese borrado.
—Vos, Susana. De verdad pensás que el odio que sentís por, Irma, tu
madre; los deseos de que muera para quedarte al fin con la casa, ¿desaparecen?
—¿Y vos, Irma? Tu enfermedad, esa que inventaste para tener de sirvienta
a Susana, para que esté siempre a tu lado, ¿todavía te parece una buena idea?
Podría hablar de los amantes que Clara lleva a su casa mientras su esposo
trabaja. Trabaja… es un decir. Mientras roba, porque asegura que su sueldo no
es justo.
Somos tan pocos aquí… De todos, absolutamente todos, tengo mucho para
decir, pero no hay tiempo. Sin embargo me gustaría detenerme en vos, Waldemar.
No es cierto
que tu hija haya nacido con problemas psiquiátricos. Ella era una niña normal
hasta que empezaste a abusar de ella, una y otra vez. ¿Te sorprende que lo
sepa? Me lo contó tu cómplice y leal esposa. Tan culpable como vos. Dispuesta a
callarse, antes que perder el bienestar que le da tu dinero.
Basuras…
—¡No te
permito!— Grito enfurecido, Waldemar, mientras se abalanzaba sobre mí. Lo
golpeé con el cáliz.
En la cara.
Cayó al
suelo atontado.
Con las
piernas abiertas. Volví a caer en la tentación.
—¿No me
permitís…?— pregunté mientras le pisaba los huevos como si matara a una
cucaracha.
Algunos se
pusieron de pie. Otros gritaron asustados.
—¡Silencio! Quiero que sepan algo más. Ninguno de nosotros irá al cielo. No.
No lo merecemos. Somos mierda en estado puro y por el derecho que me dio este
libro, los declaro culpables…— susurré, mientras sacaba mi arma.
Afuera, el sol de la mañana brillaba
tibio, alentador, mientras los disparos sonaban secos. Justicieros.
Sé
que en el pueblo vecino esperan con ansiedad al nuevo cura y que murmuran que
su biblia posee el ojo de Dios.
— Me llaman… Qué pena
que no puedan escucharlo…
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