domingo, 15 de enero de 2017

La cola de la cometa


El Café
La plaza era pequeña. Cubrían su espalda casas y edificios de poca altura y más allá, un puente de piedras atravesaba el arroyo que era el lugar por donde cada día, prefería llegar. Una sola calle la atravesaba. Una calle empedrada y de poco tránsito flanqueada por jacarandás que pintaban todo de lila.
Había adoptado un bar que se ocultaba tras un portón antiguo y descuidado, como mío. Allí, todos los atardeceres, tomaba un café que servían con unos merengues deliciosos. No solo me gustaba ese sitio y su servicio, me encantaba la camarera.

La camarera
Puede sonar tonto, o reiterativo. Hasta un lugar común. Pero soñaba con esa chica aún antes de conocerla.
Literalmente, lo hacía.
Conocía su voz, sus gustos. Sus virtudes y sus defectos y, a medida que hablaba con ella, me daba cuenta que eran más los aciertos que los errores de esos sueños incomprensibles en los que compartíamos todo. La alegría, el dolor. El frío y el sol.

El sol
Los faroles de la plaza comenzaban a encenderse cuando la vi besándose apasionadamente con un hombre al que inmediatamente envidié.
Un sudor frío que me cubrió el cuerpo anunció la furia que sentía conmigo mismo por no haber ido antes a ese lugar.
La silla comenzó a elevarse lentamente, alejándome del lugar. Ignoré a los niños que me saludaban desde abajo y a sus madres que miraban con sorpresa. Ni siquiera el estruendo del puente derrumbándose me hizo mirar a atrás. Solo levanté la cabeza y dejé que el viento me secara la piel y me arrastrara donde el cielo fuera más azul. A algún lugar muy lejos de allí.

Lugares
Me perdía en sus ojos y saboreaba su boca. Acariciaba su cuerpo desnudo lentamente, cuidando de no saltearme ni uno solo de sus poros. Libaba en su humedad y humedecía su sequedad, suavizando su cuerpo, para entrar una y otra vez.
Como si no existiera otra cosa en la vida. Como si mi vida, dependiera de ello.
No era solo pasión, o lujuria. Era algo más fuerte, más potente. Incomprensible. Era gula. Gula de su mente, de su cuerpo, de su sexo imaginado en ellas.
En cada una de las mujeres que me parecían ella.
Sus piernas, su pelo; su mirada o su voz, sus manos…
Pero no lo eran.
La busqué por años en cada lugar posible o imaginado. En cabarets perdidos y restaurantes caros, en avenidas, en callejones.
Al fin, aunque rendido, decidí volver.

La vuelta
Santa Carmen no había cambiado. El puente estaba igual, vuelto a levantar piedra por piedra. En la plaza, los ángeles de la fuente ya no reían, pero continuaban cuchicheando entre ellos. Nuevos niños correteaban por allí, cuidados por los que una vez habían hecho lo mismo que ellos, en el mismo lugar.
Busqué el portón del Bar deseando que todo estuviera igual. Sentí el aroma del café recién hecho, saboreé el crocante exterior del merengue. Escuché los pasos seguros de ella dirigiéndose hacia mí.
No sé cuánto estuve mirando el cartel que decía que el lugar se alquilaba. No sé cuánto tardé en reaccionar. En entender la irreverencia del tiempo.
El amanecer me sorprendió sentado en uno de los bancos.

Cometa perdida
—Yo era una niña cuando usted se fue volando en una silla— dijo una mujer que no había escuchado llegar— Al poco tiempo, la camarera del bar que estaba allí, hizo algo parecido. Se alejó de aquí agarrada de la cola de una cometa. Pensé que eran cosas de niños…


Tal vez tardé mucho en contestarle, tal vez, ni siquiera lo hice; solo me levanté y creí murmurar:


—Volar es cosa de niños. Escapar es cosa de adultos…



2 comentarios:

  1. muy bueno, Héctor...de lo mejor -o más lindo- que te he leído

    ResponderEliminar