La callecita forma una “L” angosta que desemboca en la
peatonal principal de la Ciudad Vieja, allí, solía pasar horas oculto detrás de
algunas cajas de cartón; camuflado entre
cáscaras de fruta; bolsas rotas o botellas vacías de detergente, solo para
observar el vuelo elegante y maravilloso de las hadas. Escuchar su risa y el
zumbido leve que hacían al hablar era una sinfonía para mis oídos. Nadie podía
explicar la razón por la que habían adoptado este lugar como su preferido.
Tampoco nadie supo explicar los motivos por los que ellas y toda una fauna de
personajes imposiblemente fantásticos comenzaron a aparecer con timidez por
todas partes.
Muy pronto la sorpresa fue superada y los amontonamientos de
curiosos que querían ver con sus propios ojos a estos seres, terminaron.
Entre las hadas que revoloteaban por allí, una en especial
llamó mi atención. Tal vez haya sido cuando la vi refregar una frutilla por su
pelo hasta dejarlo rojo, o porque estaba siempre sola y le gustaba aletear
sobre una gárgola que vanamente trataba de espantarla.
Día a día aumentaban de tamaño y les costaba más volar, su
zumbido fue transformándose en palabras y sus movimientos a perder inocencia.
Esa similitud me alentó a que paso a paso, comenzara a dejar
atrás el caparazón en el que estaba y pensara en dejarme ver. Darme a mí mismo
otra oportunidad.
Hasta que se corrió la voz de que las hadas eran casi
mujeres.
Rápidamente el callejón volvió a ser popular. Trajeron
alcohol, palabras hermosamente engañosas y todos volvimos a cambiar.
Una mañana la encontré en el suelo. El pelo se le desteñía
empapado en el vómito y ni siquiera lo que quedaba de sus alas disimulaba la
desnudez.
Deambulé por los rincones más oscuros buscando un alivio,
hacer catarsis.
Al fin, regresé al lugar del que solo salí tentado por la
oportunidad de volver a ser un hombre.
Rasqué con mis patas la cubierta del libro y a pesar de
saber que volvería a hacer sufrir a mi familia, me deslicé entre sus páginas
buscando la soledad de mi cuarto.
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