—Buenas tardes —suspiró, más que dijo el hombre al subir al
taxi.
—Buenas tardes —contestó el conductor mirando por el espejo
retrovisor —¿Adónde vamos? —preguntó al ver que el cliente solo se secaba el
sudor de la frente con un pañuelo sin decir nada.
—Perdón. Es que esta locura previa a Navidad, me supera.
Vamos a Roma y Trabajo, por favor.
—Ah, sí, a dos cuadras de La esperadora… —murmuró más para
sí mismo que para el pasajero.
—¿Cómo soporta este tránsito, el calor y que todo el mundo
esté tan apurado…?
Después de unos segundos y sin siquiera mirarlo, solo dijo:
—Tengo muchas navidades acá arriba. Se aprende.
—Disculpe que lo moleste, —dijo el hombre después de unas
cuadras de silencio— pero, varias veces pregunté por qué le dicen La esperadora
a ese cruce. Antes pensaba que era porque allí hubo algún comercio con ese
nombre, o algo así. Algunos dicen que es solo una leyenda urbana sobre una
mujer… No sé. ¿Usted lo sabe?
El conductor esta vez sí miró por el espejo. Se detuvo en un
semáforo y contradiciendo al aire acondicionado, bajó la ventanilla y prendió
un cigarrillo.
—Estaba tratando de dejarlo… —dijo con una sonrisa nublada.
—¿Sabe?— continuó— Esa historia viene de por allá, los fines
de los setenta. Unos años antes de que yo empezara a manejar un ómnibus. Había
dejado atrás cosas muy feas, que quería olvidar y estaba solo. Sin familia ni amigos
—Tragó saliva y carraspeó un poco— las navidades, aunque no se crea en nada ni
en nadie, es bravo pasarlas encerrado en la casa. Los que vienen a cenar con
usted, son todos monstruos y los regalos que traen, se los regalo… Por aquellos
años, en nochebuena
había algunos servicios de emergencia que duraban hasta las primeras horas de
la madrugada. Muy pocos, pero había y yo, siempre me ofrecía a manejar uno. Era
como un paseo por una ciudad fantasma. Prendía la radio y la ponía a todo
volumen, o me quedaba con el ronroneo del motor.
Solo me cruzaba con algún auto que llegaba tarde a la cena.
La noche de mi primer guardia, circulaba por Roma y al llegar a Trabajo, la vi.
Estaba en la parada y me hizo la seña de parar. Podría haber sido mi madre. Era
flaca y muy canosa. Le abrí la puerta y ella me miró con una sonrisa que
enseguida se desdibujó. Subió dos escalones y me dio un paquete. “Feliz
Navidad” me dijo y se dio la vuelta volviendo a la parada a seguir esperando.
En el paquete había una porción maltratada de torta de
durazno y crema.
Eso me pasó unas cuantas nochebuenas. Lo olvidaba el resto
del año, pero ese día al sentarme y arrancar el bus, esperaba encontrarla.
Muchos de mis compañeros también la conocieron. Ellos la bautizaron “la esperadora”
Después de un tiempo, cambié de trabajo. Me hice chofer de
taxi y por supuesto, seguí con el turno de la noche. Al menos en estos días.
—¿Y no la vio más?
—Sí. De a poco se empezaron a vivir días de libertad, la
gente se atrevía a salir más. Había cierta alegría contenida. Era el 83, ya
sabe, les quedaba poco… Esa nochebuena, rechacé un viaje porque parecían muy borrachos y sin saber bien
por qué, enfilé para esa esquina seguro de encontrarla. Allí estaba, sentada
en el refugio esperando. Estacioné el coche a la vuelta y me bajé. “Buenas
noches”, le dije. Me miró sorprendida y nunca voy a entender cómo, pero me
reconoció. “No maneja más el ómnibus… ¿Quiere un pedacito de torta?”
Me senté con ella sin pensar en la redondez del mundo, sin
conocer las leyes no escritas de la casualidad y le pregunté. Le pregunté a
quién esperaba…
Su hijo había manejado la misma línea del mismo ómnibus que
yo, en las mismas fechas, pero en otros días. La noche que se quedó esperándolo
para darle un abrazo y darle su postre, él no pasó. Y nunca más lo hizo. Era un
sindicalista y se lo habían llevado.
Lo habían desaparecido.
Llámelo locura, trastorno, el pensar que un día se va a
levantar y todo va a volver a ser como era… No sé, pero ella, todavía lo
esperaba.
—Pero, ¿por qué habla de las casualidades?
—Porque yo estuve en el mismo cuartel que él... Apenas me
dijo su nombre, lo recordé. Éramos todo lo amigos que se puede ser en un lugar
así. Él era un poco menor que yo, un idealista. Un tipo lleno de esperanzas.
Tontas o no. Equivocadas o acertadas. ¿A quién le importa? Pero eran de él.
Y se lo dije. Le dije que ya no lo esperara. Que ya no iba a
volver. Que yo vi su cadáver.
Y lloramos. Juntos. Nunca había llorado tanto como esa
noche, y ¿sabe? Fue ella la que me consoló a mí. Ella...
Jamás volvió. Nunca más la volví a ver.
—Llegamos —dijo dando por terminada la estúpida confesión.
Afuera, el gentío. La locura de festejar algo casi
desconocido. Gastar, comer, tomar.
Adentro, la misma frase que debió terminar cuando habló con
ella. La misma puta frase sin terminar. Que nunca terminaría.
Me gustó muchísmo, Héctor: Creo que es una de las mejores historias que has escrito. Conjugás lo trivial con algo que se presenta como una leyenda urbana y desemboca en el desgarro de una época que vivimos.
ResponderEliminarSolo te digo que me costó bastante leerla; el contraste de las letras sobre el fondo dificulta bastante.
Capaz que es una historia para blanco y negro. Color y calor, tiene suficiente.