miércoles, 26 de junio de 2013

La misteriosa semana de El Ruso

La vida pasaba lejos de La Paraísa. Atrás de unos montes de eucaliptos se encontraba un ranchito de madera enclenque y techo indefenso. Al único morador de tamaña injusticia edilicia le decían El Ruso, no porqué lo fuera, simplemente porque ninguno de los que alguna vez escuchó su apellido fue capaz de repetirlo. El portador de mote  tan soviético, a la vista, no valía nada. Flaco, cargado de hombros y petiso; a lo que había que sumarle una  chuequera, tan chueca, que algunos decían que podía montar dos caballos juntos.  Callado, trabajador y fumador empedernido, siempre estaba con un pitillo colgando a un costado de los labios, cigarros que él mismo armaba usando cuatro hojillas dispuestas de manera estratégica y que iba pegando con saliva nicotinosa o con algún moco, dependiendo la temporada. Usaba un bigote tupido y largo, tanto que le tapaba la boca, y que tenía que abrir como un telón cada vez que cambiaba el cigarro gastado por uno nuevo. Pero no era por eso por lo que el hombre estaba en todos los dimes y diretes de la zona. No. Lo que más despertaba la curiosidad de la peonada que trabajaba con él, era la semana al mes en la que religiosamente, desaparecía. 
El misterio de la semana de El Ruso,  está instalado en La Paraísa y zonas aledañas, y se toma como referencia para los distintos quehaceres laborales, institucionales y culinarios. 
Tal vez, y sin tal vez, yo, que ostento el impresionante título de Narrador Omnipotente, y que quede claro que no necesito pastillitas para serlo, sea el único capaz de revelarles la verdad de tan suculento personaje. Por lo que dije anteriormente y porque un día… lo seguí.
Me acuerdo como si fuera hoy. Estaba remojándome las uñas en el arroyo, lo recomiendo para antes de cortarlas, cuando escuché el galope de un caballo sacudir el silencio de la mañana. Me di vuelta interrogadoramente y lo vi pasar montado en el Zanguango, un zaino alto y de buen ver, todo emperifollado (El Ruso, el zaino iba desnudo),   con sus pilchas de casorio o de velorio, depende la edad del desafortunado. Entonces, siguiendo un impulso muy repentino, me monté en mi matungo, y lo seguí.  Ni sorpresa me llevé cuando después de varias horas de seguimiento, lo vi estacionar el caballo en la puerta del Miratecho.  Se preguntarán, y con razón,  qué carajo es eso. El Miratecho, es el mejor y más caro quilombo de toda la comarca y aledaños. Pero eso no fue lo que hizo la sorpresa tan sorpresiva. Lo sorprendente era ver la fila de mujeres chicas, medianas y grandes que esperaban para entrar. En la puerta, La Mireya, que era la encargada del lugar, gritaba de vez en cuando:
—¡¿Están todas pa’ l “castin”?!
Yo no sabía que quería decir eso, pero me imaginé que debía ser algo bueno si había tantas y tan lindas mujeres para que la castinearan, así que sin hacer ruido y sigilosamente, me coloqué debajo de una ventana por la se escuchaban unos gemidos, chiquitos al principio, pero que al rato me dejaban los pelos y otras cosas de punta. Después, un silencio y el sonido de la puerta que se abría y se cerraba, no sé si ese era el orden porque no vi si antes, estaba abierta o cerrada. Casi enseguida escuché la voz de una chica que saludaba con timidez, y otra más gruesa, que con autoridad, simplemente contestaba algo así como:
—Shoumi ior pusi
Con cuidado y admiración ante tamaña demostración idiomática extranjera, me fui asomando hasta que mi ojo izquierdo, que es el que mejor enfoca, encontró un agujerito por el que vichar. Lo primero que lamento haber visto, fue un culo flaco y bastante peludo que sin duda, pertenecía a un hombre. Moví un poco el ojo para buscar otro rumbo, y allí mi glóbulo ocular pudo deleitarse con la visión de la ninfa que estaba desnuda y sin ropa frente al polígloto que hablaba en idiomas. Al parecer, ella estaba tan admirada como yo, porque inmediatamente se arrodilló ante él a demostrarle su respeto. La muchacha, que en un principio parecía ser tan lampiña como La Francisca, mi chancha, en una segunda mirada la noté peluda. Ya estaba dudando de la calidad de mi ojo sano, cuando la mata de pelos se movió como por arte de magia confirmándome la afeitadez de la gurisa. No tuve tiempo de asustarme porque atrás de los cabellos movedizos apareció, como ustedes ya estarán sospechando, la cara del Ruso. Con un movimiento preciso e inesperado, tiré la cabeza para abajo, no vaya a ser que el muy desvergonzado me viera viéndolo.
Así pasó la tarde y llegó la noche. Ni El Ruso, ni yo nos tomamos un descanso atendiendo postulantes para cubrir las vacantes del Miratecho. Claro que el adentro, y yo afuera.
Ahora que ya saben la verdad, les confieso que el “castin” ese, me dejó agotado. Cuando me pude levantar de debajo de la ventana, las piernas me temblaban y mi pobre ojo me ardió por un mes seguido. Desde que me enteré de cómo era la cosa, nunca más seguí a El Ruso. Ahora me siento a esperar que llegue arrastrando las patas, y arranco para el quilombo a disfrutar de alguna nueva novata en las artes del amor. Claro que para eso necesito conseguir unos pesos en efectivo. Pero eso, es otra historia.

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