domingo, 18 de mayo de 2014

La mujer alada



El Porteño era un viejo de barba larga y sobretodo eterno. Siempre se sentaba solo a pescar en la parte vieja de la rambla, allí, cerca del puerto. Lejos de todos. Dándole la espalda a la ciudad.
Cuando lo veía, no podía resistir la tentación de sentarme a una distancia respetuosa a mirar el sube y baja del lengue. Hasta que un día empezó a hablar. No sabía si conmigo, o con él, pero dejé de mirar el agua y  escuché lo que decían sus frases cortas, espaciadas.
La mujer alada existe, muchachito. Y tenés que saber a qué atenerte si algún día conocés alguna.
Apretó la caña bajo una pierna y sacó un paquete de tabaco del bolsillo. Se limpió las manos con un trapo y con total parsimonia empezó a armar un tabaco. Antes de ponerlo entre sus labios, sacó unas hebras que habían quedado fuera y al fin lo encendió. Dio una pitada profunda saboreando el humo y mientras lo expulsaba por la nariz, miró el cielo.
Esa mujer puede ser que un día te elija, que te permita elevarse con ella. Si lo hace, será porque sabe que vos también podés volar. Con una tos confundida con suspiro y sin sacar su mirada del horizonte,  volvió a mover la caña.
Si te atrevés a tamaño desafío, no trates de volar más alto que ella. Ni te retrases. Ella no suele mirar atrás. Solo acompañala. Quedáte junto a ella. Pero no la pierdas, porque después ninguna, pero ninguna otra te parecerá suficiente.
Recordé esta historia al pasar por allí. Visto desde lo alto, el lugar era irreconocible. Una playa de contenedores se había llevado el agua y la magia del lugar.
Aleteé un poco más fuerte. Debía seguir volando. 



1 comentario:

  1. En verdad no sé muy bien el porqué, pero desde que te leí por primera vez, justamente este mismo relato, quedé anclada a tus letras.

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