Era un atardecer como
cualquier otro, lleno de bullicio y gente caminando sin rumbo fijo. La Avenida
Lexington era el mejor lugar para perder el tiempo. Yo lo hacía sentado en el “Café Americano de Rick”, a la hora en
que los comercios cerraban. Me gustaba sentarme frente a la ventana, mirar
pasar a los transeúntes e imaginarme sus vidas.
Entonces, ella entró.
Sus ojos verdes
delineados en negro resaltaban en el cutis pálido, casi blanco. Pero más lo
hacía la camelia escarlata que parecía brotar de su pelo negro, largo y rizado.
Rita.
De
todos los cafés del mundo, ella aparece en el mío, pensé.
Le había dicho adiós a
su pueblo para perseguir sus sueños. Dentro de su bolso llevaba unos zapatos de
claqué, y me imaginé siendo su sombra al compás de The shorty George. El piano de Sam comenzó a tocar y ella,
iluminada sobre un escenario de cuento, hacía repiquetear los tacones rozando apenas
la tarima, la falda revoloteando alrededor de sus piernas de bailarina, la flor
roja girando en el vuelo de sus brazos. Era ritmo parando el mundo,
suspendiendo el tiempo, acelerando mi corazón.
Una voz me preguntó si
quería otro whisky, y salí de la ensoñación. Los ojos ya no eran tan verdes y
la flor del pelo era una burda imitación en tela sujeta a una diadema, como parte
del uniforme de camarera, lo mismo que su sonrisa mecánica. Los zapatos de
claqué solo eran mocasines cómodos para pasar muchas horas de pie. No, gracias, ya me iba. Dejé el dinero
sobre la mesa y me marché.
Rita cerraba esa noche
el Café. Antes de apagar las luces, sacó sus zapatos de claqué e imaginó que el
hombre de los ojos grises era su sombra al compás de The shorty George…
Los perseguidores de sueños son mis personas favoritas
ResponderEliminarLas mías también. Sin duda.
ResponderEliminarGracias, sobrelai. Me encantó escribir contigo.