La claridad que precede al amanecer me guiaba por el camino
cubierto de pinocha. Su olor inconfundible me hacía recordar aquellos veranos
adolescentes tan intensos. Tan deseados. Mientras caminaba por el sendero entre
las dunas, entendí cuánto extrañaba este frescor de brisa marina. Cuánto había
tardado en volver.
En la arena blanda de la playa alguien había instalado un
columpio y el cuadro que formaban sus caños enmarcaba nubes y trozos de mar que,
incansablemente, dejaba espuma en la orilla y volvía por más.
El asiento de madera estaba casi destrozado; me senté sin
poder resistir la tentación.
Arriba.
Abajo.
Atrás.
Adelante.
El metal abandonado se quejaba a cada movimiento. Sonaba tan
parecido a aquella vieja y desvencijada bicicleta de nuestra vecina…
—¿Me presta la bici,
Doña Eulalia? —preguntaba respetuosamente cada día, sabedor de su mal carácter.
—¿Sabés andar? —contestaba
siempre ella.
—No…
—Aprendé. Mientras, ni
lo sueñes —repetía ella, terminando con sequedad la conversación.
A pesar que conocía su
respuesta, no podía evitar enojarme, desearle que se le quemara la comida o que
se fuera al infierno de los malos vecinos. Algo que castigara su egoísmo.
Esa tarde y a pesar de
la charla anterior, esperé la quietud de la hora de la siesta para, como un
ladrón, atreverme a sacarla con cuidado.
Todavía recuerdo la
calcomanía con los colores de Italia, lo que me tenía que estirar para hacer
llegar la punta de mis pies a los pedales y, sobre todo, los golpes. No
encontraba la forma de dar dos pedaleadas seguidas sin caerme.
Hasta aquella mañana
gloriosa en la que apenas despertarme me dije: ¡Sé andar en bicicleta!
Quedó grabada en mi
memoria la expresión de Doña Eulalia cuando con total seguridad y seguro de no
fallar, respondí a su repetida pregunta, que sí. Que sabía.
Ese verano terminó muy rápido.
Ahora, luego de tanto tiempo, comprendo que todo pasa muy
rápido.
Empujé la hamaca con fuerza y comencé a desandar el camino.
El quejido de las cadenas se escuchaba cada vez más lento y
lejano mientras el sol acariciaba las copas de los pinos.
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