miércoles, 4 de octubre de 2017

En El Mincho de ocho a nueve



Un bar donde desayunar. Solo era eso. No tenía nada que lo destacase del resto, excepto su ventanal que daba a una plaza que amenazaba con florecer. Casi nunca conseguía sentarme en la mesa que estaba a su lado y verla entera, pero trataba de ubicarme lo más cerca posible para que la brisa perfumada de primavera me acariciara aunque fuera a retazos.

Ese gran trozo de vidrio, semejaba a la pantalla de un cine por donde pasaban personas o imágenes contando historias. Ficticias, reales. Grises o en color. Es igual.

Para iniciar el día solo necesitaba eso y un espresso o tal vez dos, y servilletas, muchas servilletas en las que hacer garabatos.

Nada más.

Una de esas mañanas, la vi parada entre la luz plateada del ventanal y mi mesa. Fueron solo un par de segundos en los que su silueta se desnudó a través del vestido tan lleno de flores como lo estaría la plaza, los que tuve para admirarla. Las piernas ligeramente separadas, un brazo apoyado en la cintura y el otro sosteniendo su bolso y una carpeta que se adivinaba llena de problemas. Seguramente busca a alguien o alguna mesa que la conforme, pensé, pero por su conversación con el mozo comprendí que era una clienta habitual en la que nunca había reparado. Con el correr de los días, empecé a hacerlo.

En ocasiones, la espiaba escondido detrás de las páginas deportivas del diario. En otras, solo tras el humo de la taza de café.

Fue un jueves cuando al entrar, la mesa tan deseada me recibió vacía. El sonido de los pocillos, el aroma del café recién hecho y la tibieza de la mañana, ¿qué más…? Una sonrisa tan tonta como invisible me llenó la cara, hasta que una carpeta conocida se apoyó con fuerza sobre la mesa.

—Yo también siempre quise sentarme aquí, así que si no te molesta, voy a hacerlo… —espetó la chica de la silueta

—¿Y si me molesta…?

—Voy a hacerlo igual —sentenció mientras lo hacía.

Nos reímos como si nos conociéramos.

Sin saber cómo, miles de flores comenzaron a cubrir la plaza mientras hablábamos.

Desde ese día compartimos mesa. La que nos tocara.

Yo ya no garateaba en las servilletas. Ella, no hurgaba entre sus papeles.

En su charla había confianza, intimidad y palabras bonitas que se confundían con las imágenes llenas de colores que se mezclaban en el trozo de la rama del árbol que veía a su espalda.

Le encantaba hablar y a mí escucharla aunque casi no supiera nada de mí. Aunque no demostrara demasiado interés en saberlo.

Un lunes, luego de contarme su pésimo fin de semana, apoyó su mano sobre la mía:

—Sos un gran amigo… —Comenzó a decir.

Ya no pude seguir escuchando. Contra el ventanal, una nube casi negra hacía explotar rayos que amenazaban golpear las mesas. Los relámpagos jugaban con las siluetas de los comensales que parecían no darse cuenta de semejante debacle y el viento hacía volar servilletas sin garabatos, documentos y las flores de la plaza que pronto cubrieron el suelo del lugar.

Luego de eso, el bar no fue el mismo aun siéndolo. Sus paredes seguían vacías, las mesas baratas y las sillas, incómodas. El ventanal, el bendito o maldito ventanal, solo se convirtió en un vidrio sucio en el que se leía el nombre del bar escrito al revés.

Tarde o temprano sucede. Siempre sucede. Después de todo, El Mincho no era más que un bar donde desayunar.



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