El barrio es pequeño y tranquilo. Está en una zona alejada de
la ciudad y se llega por un camino breve, bordeado de árboles bajos y tupidos;
unos metros antes de entrar en él, un cartel al borde da la calle anuncia: “El
Edén: La paz asegurada”.
Las casas pintadas de colores apastelados, parecen competir
entre ellas por su prolijidad y la delicadeza de sus detalles simples, algunas
tienen tejas rojizas que se mimetizan con las hojas de los arces, y las otras,
de techo azul, parecen perderse en el cielo límpido de la mañana.
Las calles serpentean respetando un diseño de curvas suaves.
Solo desde lo alto es posible descubrir su simetría y admirar en su totalidad
el colorido con que están vestidos los jardines.
Una mujer charla animadamente con su vecina sin siquiera
pensar en el shhhk, shhhk, innecesario de la escoba que mueve una y otra vez
por el mismo lugar.
En algún sitio, las estrofas de “Corazón contento” comienzan a escucharse opacando el monótono
crrrii, crrrii, crrrii, que hacen los triciclos de unos niños dando vueltas por
la plazoleta. La canción parece venir de una casa pintada en los tonos del rosa
que en su patio trasero tiene una fuente con un querubín de piedra mojándose
los pies. Las ventanas abiertas le dan paso a la brisa que agita levemente las
cortinas de la cocina inmaculada en la que el aroma a café recién hecho invade
el lugar y en la que una radio canta alegremente:
“…Tu eres como el sol de la mañana
que entra por mi ventana
que entra por mi ventana
Tu eres de mi vida la alegría
Sos mi sueño en la noche
sos la luz de mi día
Tengo el corazón contento…”
La sala
está decorada con algunos cuadros y fotografías familiares, unos sillones de
cuero colocados alrededor de la chimenea y en el centro, una mesa sobre la que
hay dos tazas de café y un jarrón lleno de flores blancas.
¡Chac! ¡Chac!
¡Chac…!
El sonido
que viene desde detrás de uno de los sofás parece seguir el ritmo de la melodía.
Solo se ve la mano ensangrentada que empuña un cuchillo y que sube, baja y
vuelve a subir.
¡Chac! ¡Chac!
¡Chac…!
La sangre y
trozos de tripa comienzan a empapar la alfombra y salpican la pared.
Desde el ventanal se ve un colibrí libando con movimientos
nerviosos las flores. Rápidamente emprende el vuelo esquivando una cerca, da un
par de vueltas alrededor de un árbol de castañas y sigue hasta un jardín
vecino.
Al fin, la música cesa.
Unas cuadras más lejos,
el clik, clik de la tijera de un jardinero que recorta un arbusto se
calla y el pie, que mueve al ritmo de la canción, se interrumpe esperando otra.
Los pájaros dibujan sombras repentinas sobre el asfalto al
escuchar la detonación seca del disparo.
Por unos instantes todo parece detenerse y el silencio se
adueña del lugar. Solo por unos instantes… Inmediatamente vuelven los crrrii,
los shhhk y los clik.
En el silencio, hasta parece posible escuchar el leve flap,
flap de las alas de la mariposa.
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